Historias del Senegal. Crónica de un viajero en Africa

1853

 

senegalPABLO HIDALGO COBO                                                                                           

Colegio Internacional CASVI Tres Cantos

Hablemos de algo olvidado, donde se encuentra el origen de todo, la sencillez, la alegría, la desolación. Tierra de nadie y de todos, víctima de violaciones y abusos que no han conseguido arrebatarle su virginidad y castidad. Un lugar mágico, de puestas de sol apocalípticas y caminos de tierra polvorientos, donde la vida transcurre entre sueños y despertares abruptos: allí la risa y la muerte, el drama y el baile, la comedia y el llanto, la pobreza y la generosidad caminan juntos de la mano, en un abanico de contrastes paradójicos.

África, el continente olvidado, con danzas frenéticas al ritmo del djembé, donde el trabajo manual y físico sustituye las máquinas y botones, donde la religión domina la vida pública y la magia negra y la superstición están integradas en la vida diaria. África, o el país de nunca jamás, donde niños y jóvenes son los dueños de las calles y el tiempo sólo es un adorno, un accesorio, bisutería barata: el mañana es algo demasiado lejano y el ayer ya no es importante.

África, donde las fronteras dibujadas caprichosamente sobre mapa por los colonizadores no son más que un juego cruel que no se llega a entender, separando familias, comunidades, tribus y etnias; y juntando otras con lengua, cultura, religión y costumbres diferentes, sin duda uno de los motivos principales por el que guerras y conflictos han sacudido esta tierra. Es esta inconsistencia e incongruencia de las fronteras junto con la condición de continente olvidado y maltratado  lo que otorga a los africanos (especialmente a los subsaharianos) un sentimiento nacionalista continental singular: por encima de su nacionalidad se saben, se piensan y se sienten africanos, y portan su raza negra de labios hinchados y cuerpos esculturales imberbes y achocolatados con una mezcla entre orgullo y resignación.

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Hablemos de algo olvidado, hablemos de África, y de la vida cotidiana de sus habitantes. Donde los primos lejanos son íntimos, los tíos y vecinos son como padres, los amigos son hermanos, los hermanos son la familia y la familia lo es todo. La llaman familia elástica, y abarca abuelos, padres, hermanos, tíos, primos, sobrinos, parientes lejanos, amigos y vecinos; y empapa todos los aspectos de la vida social e individual: en África la familia lo es todo. No existe el monopolio de autoridad concentrada en una o dos figuras paternas (como en Europa), porque cada madre tiene muchos más hijos y tareas que atender, y porque hermanos, vecinos, tíos y la comunidad en conjunto toman protagonismo en este papel educador. Aquí la mamitis es un fenómeno desconocido: los niños están en la calle con más niños, y así crecen, jugando con piedras y neumáticos viejos entre charcos y basura desperdigada. Una ley no escrita, pero más estricta que cualquier otra, heredada de generación en generación, marca sus relaciones: la jerarquía de edad: se respeta y obedece a los mayores, y se ordena y manda a los menores, encargados de los pequeños recados.

Aquí las heridas son rasguños, la malaria se pasa como una vulgar gripe y la muerte es algo cotidiano: la vejez es un lujo al que sólo aspiran los más fuertes y afortunados. Las altas tasas de natalidad y una esperanza de vida ridícula (unos 45 años en el conjunto del continente) dan pie a una población formada, en su mayoría, por niños y jóvenes. Además, el espíritu joven de los africanos, la ausencia de salto generacional, su apariencia jovial e informal y la convivencia normalizada entre distintos grupos de edad potencian esa juventud eterna. Las fronteras son difusas: los niños trabajan como adultos, los ancianos ríen como niños y los adultos se emocionan como adolescentes.

El salario mensual no está generalizado, más bien lo contrario, queda reducido a las grandes ciudades y a casos aislados, lo común es vivir al día: trabajar, ganar dinero y gastarlo en el mismo día. Neveras y despensas tampoco son habituales, la fuerza imparable del ahora resta importancia a estos inventos previsores. La mayoría de la población vive con uno o dos dólares diarios, lo suficiente para comprar alguna verdura u hortaliza que mezclar con el arroz, un paquete de té, un poco de carbón para hacer fuego y quizá una vela, un transporte o un par de cigarrillos (vendidos en unidades, claro). Los que sean capaces de ahorrar algo pronto necesitaran una reparación en casa, alguna prenda de vestir o mandar dinero a algún familiar que no ha sido tan afortunado.

Y así es la vida aquí, con la incertidumbre constante de no saber qué pasará mañana, si ganaras algo de dinero para comer o si una subida de los precios inesperada, una mala cosecha, una sequía o unas lluvias torrenciales te dejarán con aún menos de lo que tenías. Y así es la vida aquí, desde pequeño normalizas la incertidumbre, la inseguridad, la improvisación y el pensamiento a corto plazo. Cuando vives así el pasado no importa y el futuro está demasiado lejos.

Algunos lumbreras occidentales, hijos del pensamiento lógico racional, eruditos y sabios, con hipotecas a cuarenta años, planes de pensiones y depósitos a plazo fijo han visto en este pensamiento cortoplacista el signo más evidente de una cultura primitiva, con falta de pensamiento abstracto y racional, pero ¿cómo se puede exigir a un hombre que no sabe si mañana tendrá con qué alimentar a sus hijos que piense a largo plazo, que sea previsor o que no crea en supersticiones y salvaciones religiosas? Pero la osadía y la ignorancia atrevida no acaba aquí, algunos muchos otros –demasiados-, también eruditos y sabios, siguen viendo a los inmigrantes que arriesgan su vida para llegar a Europa, viven en condiciones infrahumanas, son perseguidos por la policía y hacen los trabajos que un europeo no haría ni por el doble  como villanos, los malos de la película, causantes de todos los males que nos azotan. No son villanos, en todo caso héroes, y merecen nuestro respeto y hospitalidad.

Pero no nos dejemos engañar ni llevar por la pena y compasión: aquí hay escasez de recursos y medios pero abunda la risa, el buen humor y, diría yo, la felicidad. El África de la miseria, la desnutrición y el subdesarrollo tecnológico tiene mucho que aprender de Occidente, pero no más que la Europa de tenerlo todo, de la obsesión por el cuerpo, de las depresiones, los psicólogos, las obesidades y las anorexias tiene que aprender de un continente donde se es feliz con nada. Así que menos compasión y más solidaridad, respeto, comprensión y admiración.